La realidad que percibimos no es un reflejo neutro de lo que ocurre “allá afuera”, sino una construcción moldeada por nuestras experiencias previas, creencias, emociones, condicionamientos sociales y biológicos. Como señalan muchas tradiciones contemplativas —y también la neurociencia contemporánea—, no vemos la realidad tal como es, sino como somos.
Nuestra mirada está atravesada por filtros: los del lenguaje que hablamos, la cultura en la que crecimos, las heridas que no hemos sanado, las ideas que nunca cuestionamos. Todo esto configura una percepción inevitablemente parcial y subjetiva. En otras palabras, no accedemos a la “verdad” en sentido absoluto, sino a una versión interpretada de ella.
Esto podría parecer desalentador. Si nunca podré ver la realidad sin filtros, ¿vale la pena intentar comprenderla? ¿No es suficiente con mi propia versión de los hechos, si es con ella con la que siempre voy a lidiar?
La respuesta es que sí vale la pena, precisamente porque nuestra percepción, aunque condicionada, no es estática. Puede ampliarse, afinarse, profundizarse. Podemos aprender a observar cómo interpretamos lo que vivimos, identificar los patrones con los que reaccionamos, y desde ahí iniciar una transformación. No se trata de alcanzar una “verdad última”, sino de cultivar una mirada más lúcida, menos reactiva, más compasiva.
Al reconocer que cada persona vive en su propia interpretación del mundo, se disuelve la necesidad de imponer nuestro punto de vista. Y al volvernos conscientes de la forma en que nosotros mismos construimos la realidad, abrimos la posibilidad de transformarla. Ese es el inicio de una mayor libertad interior.